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TRES INTERROGANTES SOBRE TRUMP

Por Julio Burdman.

El mundo vuelve a plantear un desafío para Argentina y la región. ¿El triunfo de Trump fue un batacazo electoral? ¿Trump representa un cambio sustantivo en el mundo que nos rodea? ¿Una presidencia de Trump es una mala noticia para el gobierno de Mauricio Macri? No, si y si. Veamos.

  1. ¿Fue un batacazo electoral?

No.

Como el Brexit, el triunfo de Trump fue una de esas sorpresas que no debieron sorprendernos. Las encuestas en general  advirtieron que la competencia era cerrada, y así fue. Trump hizo la diferencia en el Colegio Electoral, pero en cantidad de votos los dos candidatos salieron prácticamente empatados. Lo que fallaron fueron las lecturas realizadas a partir de esas encuestas. Desde la nominación misma de Trump como postulante republicano, lo que sucedió el martes 8 de noviembre era algo posible. ¿Por qué, entonces, se respiró ese clima del triunfo inexorable de Hillary Clinton, que contagió incluso al gobierno argentino? Porque Hillary Clinton significaba una forma de continuidad, y Donald Trump la incertidumbre. Y es normal que nos resistamos a creer que las rupturas de paradigma sean posibles.

Las razones del triunfo de Trump pierden importancia con el correr de los días. Subestimado por los demócratas, Trump hizo base en las ciudades de menos de un millón de habitantes, en los estados más pequeños, y en el electorado blanco de clase media y media-inferior.  En ese segmento «histórico» del electorado, que sufrió pérdidas de ingreso familiar de 15% en las dos últimas décadas, que accede a la vivienda y al segundo auto pero tiene problemas crecientes para costear la educación superior de sus hijos, había enojo y demandas insatisfechas, y los demócratas no respondieron a ellas.  Los votantes de Trump no son fascistas. De hecho, uno de los errores de la campaña antitrumpista -tal vez, el mayor de todos- fue la subestimación y demonización del candidato republicano, toda vez que ello impidió tender puentes hacia sus votantes. Clinton necesitaba esos votos, pero la campaña demócrata creyó que no. Se autoconvencieron de que la «estrategia sureña» de Trump, la de basar una campaña en el voto blanco, ya no era posible en el siglo XXI.

Sin embargo, hay que destacar que el triunfo de Trump no constituye una revolución de urnas. Una primera lectura muestra que Trump retuvo los votos de sus predecesores del Partido Republicano (Mc Cain y Romney), y la incidencia en votantes latinos de Bush Jr. (más de 20% de ellos votaron al Partido Republicano), con un buen desempeño en los estados clave. Mientras que Clinton perdió muchos votos en la comparación con Obama. Y aún así, sacó un poco más de votos que Trump. La participación electoral estuvo en la media histórica (55%). La elección de Obama había movilizado a nuevos votantes, y tuvo una tasa de participación por encima del 60%; Hillary Clinton no entusiasmó lo suficiente.

En suma, lo que podemos decir es que Trump hizo una gran elección en la primaria, superando con creces a los otros precandidatos, y que Hillary Clinton hizo una pobre elección en la general. Trump es presidente con los votos republicanos. No hay, por lo tanto, un fenómeno electoral tan excepcional. Los cambios que se avizoran provienen de la visión sobre el mundo y las relaciones internacionales que impera en la corriente neoconservadora del Partido Republicano, que hoy llega a la Casa Blanca detrás de The Donald.

  1. ¿Vamos hacia un cambio sustantivo en el sistema internacional?

Si.

La interpretación del triunfo de Trump se divide hoy en dos grandes veredas analíticas. De un lado están aquellos que sostienen que no es mucho lo que cambiará; que el excéntrico Trump será un presidente restringido por un entramado de actores, intereses e instituciones que lo mantendrán bajo control. En la otra vereda están aquellos que sostienen que sí estamos ante un cambio cualitativo en el entorno internacional, porque Trump representa a sectores disconformes con el rumbo que ha tomado la globalización financiera y comercial, y desde la Casa Blanca tendrá la fuerza política para realizar cambios profundos.

Tendemos a creer en lo segundo. De todos modos, el enigma se develará rápidamente. En su discurso de campaña del 22 de octubre, pronunciado en la ciudad de Gettysbourg, Trump anunció un programa de medidas para los primeros 100 días. Si logra avanzar en ellas, es porque estamos ante un gobierno con perfil de cambios profundos.

Se ha dicho que las promesas de Trump son impracticables, porque requerirán duras negociaciones en el Congreso. No es lo que muestra una mirada más detenida: la mayor parte de ellas es implementable desde el poder presidencial.

Trump anunció la expulsión de tres millones de inmigrantes ilegales, y puede hacerlo con solo una directiva a un área que depende de él directamente. Lo mismo aplica para el incremento de las guardias en las fronteras, o la construcción de nuevos muros o cercas en el límite con México. La parte más provocativa de su propuesta fronteriza, la de «hacérsela pagar a México», también es posible a través de un pequeño impuesto en las transferencias monetarias a México. Retirar a Estados Unidos de la mesa de discusión del Transpacífico tampoco requiere al Congreso. Y tampoco la denuncia de China ante la OMC, o el cuestionamiento a su política monetaria. Sí se requerirá el voto de los legisladores para renegociar el NAFTA o revisar el Obamacare. Pero en ambos casos, va a encontrar muchos senadores y representantes dispuestos a avanzar. Recuérdese que el Partido Republicano tendrá el control de ambas cámaras, y que en estos proyectos habrá disposición a apoyar los proyectos del Presidente.

Esas son las cuestiones en las que Trump anticipó sus primeros pasos. Nada es impracticable. El liderazgo internacional estadounidense recae, fundamentalmente, en la Casa Blanca. Las relaciones exteriores no se encuentran tan contenidas en el juego institucional como otras políticas públicas. Los padres fundadores de la Constitución estadounidense no previeron la globalización, ni mucho menos su estabilización hegemónica centrada en Washington. Por tradición, la impronta presidencial fija los lineamientos de la política exterior. Si el presidente no está convencido del rol de los Estados Unidos en el orden global que Estados Unidos han creado en 1945, lo puede cambiar. No pueden hacerlo Khomeini, De Gaulle, Ghandi, o Chávez; solo el Presidente de Estados Unidos puede. Y Trump es el primer presidente desde entonces que muestra intenciones de cambiarlo.

Las grandes innovaciones que promete Trump, y el sector neoconservador del Partido Republicano que lo acompaña, son una nueva relación con Rusia, China y Europa. Nada menos. No es el fin de la globalización: es una redistribución de los roles conductores de la globalización.

Europa (la Unión Europea, la OTAN) fue el principal elemento para contener el poder euroasiático ruso en el orden mundial estadounidense de 1945. Trump apoyó el Brexit. Y promueve una alianza militar con Rusia, para dominar en conjunto los destinos de Medio Oriente. Una pax ruso-norteamericana. Vale la pena leer los artículos que los pensadores del neoconservadurismo republicano vienen publicando en revistas como The National Interest o Foreign Affairs a partir de la crisis financiera de 2008. Los mismos que diseñaron y concibieron las intervenciones de Estados Unidos en Afganistán e Irak, cambiaron de opinión y atribuyeron a la guerra contra el terrorismo (y su enorme peso fiscal) la responsabilidad por la crisis de la deuda. Trump, que representa esa posición, piensa que si Estados Unidos continúa siendo el gendarme del mundo, perderá la competencia económica contra China y el resto de los emergentes, que solo se ocupan de crecer y crecer.  Por eso propone una alianza militar con Rusia. Para barrer con el Estado Islámico y ordenar Medio Oriente. Junto a Putin.

Un fin de la confrontación con Rusia, profundizada en 2008 con la presidencia de Obama y Hillary Clinton, y que hoy vemos en Siria y Ucrania, cambiaría el sistema de 1945 y volvería obsoletas a buena parte de sus instituciones. Algunos creen que esa alianza no funcionará, que es incompatible. Pero si funciona, todo el mundo que hemos conocido se verá transformado.

  1. ¿Mala noticia para el gobierno de Mauricio Macri?

Si.

El Brexit y Trump suceden justo cuando los países del sur de América buscan acercarse a Estados Unidos y a Europa. Pero no a este Estados Unidos, ni a esta Europa. América del Sur buscó la imagen de un mundo que ya no está.

Todo indica que la agenda de libre comercio con Europa y Estados Unidos que nuestros líderes avizoraban ya no estará disponible. No, al menos, en esa forma. Macri encomendó a sus funcionarios gestores de la política exterior que inserten  a la Argentina en todos los esquemas que institucionalicen una alianza política con los Estados Unidos y la Unión Europea. Una de las primeras medidas de Malcorra fue relanzar las ruedas de negociación el acuerdo MERCOSUR – UE. También pusimos en marcha el mecanismo de diálogo de alto nivel con Washington, -firmado con Obama en marzo y activado por John Kerry en Buenos Aires meses más tarde. Nos sumamos como miembros observadores de la Alianza del Pacífico, algo entendido como el paso previo de nuestra incorporación al Transpacífico. Y también, iniciamos el proceso de aplicación a la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos), el club de los países desarrollados con sede en Paris.

Todas estas membresías que el gobierno argentino estuvo gestionando en su primer año eran importantes para nuestro retorno al mercado internacional de capitales. Todas ellas reducen el riesgo soberano. El Transpacífico incluye un mecanismo de arreglo de diferencias de inversión, y la OCDE es un organismo que califica deuda.  ¿Y ahora? Trump anunció el fin del Transpacífico, el Brexit clavó un puñal al bloque europeo, y no está tan claro como puede afectar esta nueva oleada de proteccionismo a la incorporación de más países a la OCDE.

La globalización económica es un proceso irreversible, y la elección de un presidente estadounidense no puede ponerle fin. Pero la globalización política si puede reestructurarse, y los próximos años podrían estar dominados por las turbulencias de esa reestructuración. Desembarcarán en Washington y en los organismos internacionales nuevos funcionarios interlocutores, más influidos por la visión neoconservadora de Newt Gingrich que por el consenso liberal hasta hoy predominante. Para el gobierno argentino hay un elemento adicional, que fue su apuesta expresa y manifiesta por Hillary Clinton. Eso puede costarnos alguna frialdad inicial, o el surgimiento tardío de imitadores de Trump entre nosotros. Tiene solución, a la larga. El problema principal de Mauricio Macri es que apostó mucho a la relación con «el mundo», pero no cuenta ahora con un manual para llevar adelante esa relación. Tanto Menem como Kirchner tuvieron un manual. Macri no lo tiene. Y no por falta de vocación. Macri deberá recalcular, y relanzar su estrategia exterior.