Analytica

La incierta relación entre Macri y los sindicalistas.

Por Julio Burdman

Los sindicatos son una parte fundamental del estado argentino. Aunque no lo son formalmente -los gremios suelen considerarse a sí mismos como «entidades privadas»-, lo cierto es que tienen mucha influencia en la salud, la seguridad social, la legislación laboral y la política económica. También, son influyentes en la gobernabilidad. Por esa razón, desde la década del 40 del siglo XX los sindicatos mantienen siempre relaciones razonablemente buenas con la gran mayoría de los gobiernos. Si son peronistas, mejor para los sindicatos: tienen amigos en el gobierno. Pero cuando el peronismo no gobierna, tratan de mantener la mejor relación posible.

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Por esa razón, que está fundamentada por la historia, todo análisis político tiende a creer que la relación entre el gobierno de Cambiemos y el sindicalismo tenderá a ser razonablemente buena. Porque así pareciera funcionar en mutuo beneficio: los sindicatos dejan gobernar, el gobierno garantiza que los grandes lineamientos del modelo sindical argentino no se verán alterados. Siempre hay tensiones, en todos los gobiernos, pero ese entendimiento general se ha mantenido estable a lo largo de los años.

Macri buscó, desde el comienzo, tener su propia «pata sindical». Tenía un sindicalista «propio» -el Momo Venegas-, algunos amigos -Barrionuevo-, algunos aliados estratégicos -Gerardo Martínez, el mismo Hugo Moyano. Puso a un conocido de muchos «gordos», Jorge Triaca hijo, al frente de la cartera laboral. Y había una historia previa. Desde los años de su gestión en la Ciudad, y aprovechando la crisis que se había desatado entre el entonces gobierno kirchnerista y algunos sindicalistas poderosos, uso con habilidad al territorio porteño -domicilio legal de muchas empresas localizadas en otras partes- y creó una suerte de secretaría de relaciones laborales local. Allí estaba al frente Ezequiel Sabor, actual embajador argentino en México, y hasta hace pocos meses viceministro de Trabajo de la Nación. La renuncia de Sabor, nexo efectivo entre el gobierno nacional y varios líderes sindicales, fue el comienzo de la ruptura del gobierno con una parte importante del sindicalismo. En el medio, falleció Venegas.

En estos momentos estamos ante una crisis de devenir incierto en el seno de esta relación de larga data entre sindicalismo y gobernabilidad. No solamente se trata del proyecto de reforma laboral que el gobierno no termina de «cajonear», ni de las conversaciones cada vez más ásperas por salarios y beneficios. Estos factores distributivos significan, desde el vamos, que un sector más combativo del sindicalismo -que incluye al kirchnerismo gremial, pero no solo a él- está posicionado en la oposición activa frente al gobierno. Pero se han agregado, también, las causas judiciales. La intervención al SOMU -y el encarcelamiento de su jefe de larga data, Omar «Caballo» Suárez-, el conflicto desatado en el Sindicato de Canillitas y el operativo contra el también célebre «Pata» Medina, de la UOCRA platense, iniciaron un camino. Y ahora se ha largado el 2018 judicial con más actividad por delante.

Hay dos casos emblemáticos: Moyano y Balcedo. Sobre todo, el que crea tensión es el proceso al moyanismo, que durante años lideró el movimiento sindical argentino. Y hay otros, de implicancias hasta ahora no del todo calculadas, como el de Víctor Santa María, jefe de los encargados de edificios y de una Fundación propietaria de medios de comunicación nacionales. Esta judicialización promueve un acercamiento entre los «procesados» y los combativos, que preanuncia un crecimiento del bloque sindical opositor al gobierno de Cambiemos. Los sindicalistas no quieren caer en eso, pero la dinámica los arrastra inevitablemente. Esto llevará a una ruptura de la CGT, que no quiere decir otra cosa que el «engrosamiento» del campo opositor. El gobierno sostiene a un Triaca cuestionado para no mostrarse débil ante el cambio de los tiempos. Las paritarias no tendrán lugar en el mejor de los climas.