Analytica

La competencia estratégica entre potencias y nosotros.

Por Julio Burdman

Recientemente, los presidentes Donald Trump y Vladimir Putin se reunieron en Helsinki, Finlandia, en un marco de discreción. Los contenidos de la conversación nunca fueron del todo revelados. Y a Trump, los propios congresistas republicanos lo acusaron de traición: para ellos, como para casi toda la comunidad de Washington, el Kremlin sigue siendo el enemigo. Pero Trump parece ver las cosas de otro modo.

Desde la campaña presidencial del año 2016, Trump sugirió la posibilidad de una alianza con Rusia. Más concretamente, él decía que Estados Unidos y Rusia tenían un enemigo militar común -el ISIS, como emblema del terrorismo islámico- y que Estados Unidos debía abandonar la política de intervención en países de Medio Oriente. Para Trump, las intromisiones en Irak, Libia y Siria eran errores. Y agregaba que «llevarse bien con Rusia» no era imposible. Todo parecía llevarnos a suponer que Putin y Trump tenían un entendimiento. De hecho, buena parte de la campaña demócrata buscó identificar a Trump como un «títere de Putin» y a denunciar interferencias de hackers rusos en las elecciones -acusación que sigue en pie, con investigaciones judiciales en marcha.

Pero también asomaba otro elemento, que dotaba de un sentido geopolítico general a la inquietante alianza entre Washington y Moscú que proponía Trump. Para el ahora presidente, el gran antagonista es China. La estrategia nacional estadounidense plantea una competencia estratégica entre potencias como paradigma de la época, que incluye una guerra comercial y monetaria con China y la Unión Europea. En este marco, las insinuaciones de un entendimiento entre Trump y Putin lucen como un intento de la Casa Blanca de interferir en la sólida alianza que mantienen con China y Rusia. Alianza asiática que es uno de los pilares de la geopolítica contemporánea.

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Trump tiene un plan. El grueso de los funcionarios, congresistas y burócratas de Washington se opone a él, y lo mismo aplica para la opinión pública: una alianza entre Washington y Moscú, a espaldas de los aliados tradicionales de Estados Unidos, suena demasiado audaz. Va en contra de las visiones que todos más o menos comparten acerca de lo que debe ser la política exterior de Estados Unidos. En Rusia también muchos ven con recelo esa idea, aunque el dominio interno que tiene Putin es mayor (y por lo tanto, también lo es su margen de maniobra). Además, el mandatario de Rusia tiene sus razones para buscar entendimientos con Washington, y esa lógica no se discute. Una buena coordinación con Trump, por ejemplo, puede contener amenazas que se ciernen sobre la industria energética de Rusia.

Estos movimientos tienen indudables repercusiones en la Europa unida, en Gran Bretaña, en China y en Japón. Trump crea tensiones en la NATO y extorsiona a Londres si no se decide a llevar a cabo el Brexit. Todos los actores comienzan a defenderse de la guerra comercial. Uno de los asesores económicos de Trump, Larry Kudlow, desestima los escenarios de una tregua con Beijing. Todo lleva a pensar que estos cambios, lejos de ser tácticas aisladas, responden a una intención general. Desde una América latina que proyecta crecimientos bajos e incertidumbre, el entorno mundial provee más inestabilidad. Si los cimientos de la competencia estratégica entre potencias siguen siendo robustos, entonces las medidas derivadas de ella (aumento de la tasa de interés de los bonos estadounidenses, proteccionismo desde Washington, estrategias comerciales compensatorias de parte de los otros países y regiones) van a continuar. Argentina y sus vecinos no pueden hacer mucho, pero pueden anticiparse. Los gobiernos latinoamericanos necesitan afinar su análisis geopolítico, y elaborar estrategias que respondan al entorno. ¿Acaso pueden hacer otra cosa?