Analytica

Un gobierno de «ajuste progresista» inmerso en la conmoción global.

Por Julio Burdman

El 2020 se insinúa como un año turbulento. Tras un 2019 marcado por la convulsión regional (revueltas en Chile, Colombia y Ecuador, caos persistente en Venezuela, golpe en Bolivia, tensiones argentino-brasileñas) en un marco de efervescencia global (más de 30 capitales de todos los continentes sufrían diferentes protestas sociales antigobierno), en el mes de enero continúa la conmoción por el conflicto entre Estados Unidos e Irán. Un conflicto que tiene dos trasfondos de alto nivel: la profundización de la competencia armamentista entre Estados Unidos y Rusia -días atrás Putin presentó al mundo el nuevo «misíl hípersónico» ruso- y entre Estados Unidos y China -los dos gigantes embarcados en una competencia geoeconómica de alcance comercial y tecnológico. Rusia es el principal proveedor de armas a Irán y realiza ejercicios militares conjuntos con este país, y la posibilidad de que avale su controvertido proyecto de desarrollo nuclear introduciría un desequilibrio nuevo en el sistema de relaciones internacionales.

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La competencia entre Estados Unidos y Rusia, en los últimos años, se trasladó a Medio Oriente. Cuando tras semanas de tensiones instigadas por Irán en la «zona verde» de Bagdad un dron estadounidense asesinaba al general Soleimani en Irak -siguiendo la práctica de los «asesinatos selectivos» en contexto de guerra, como la que se aplicara hace unos años contra Osama bin Laden y como las que viene llevando Israel desde hace décadas contra quienes atacan su territorio- y cuando los misiles iraníes respondían sobre las bases estadounidenses -también en Irak-, Putin estaba en Siria apoyando a su aliado, el presidente Bashar al Assad. Todo este escenario dramático opacó otro conflicto que está teniendo lugar en el Gran Medio Oriente, que es el avance de la Turquía de Erdogan sobre el territorio de Libia.

Tanto en Estados Unidos como en Irán, los «tambores de guerra» son funcionales para sus públicos domésticos. Trump está rozando el riesgo de impeachment y el complejo bi-gobierno iraní, que como dijimos estaba intentando extender su influencia en Irak, también sufre sus internas. Pero además, como siempre, las disputas en Medio Oriente se interrelacionan con la industria del petróleo y sus derivados. Los conflictos contagian su inestabilidad al mundo a través de las fluctuaciones de los precios del crudo. Y, por supuesto, de las tasas de riesgo que afecta a los emergentes y convierten, por contraposición a la incertidumbre, a los Estados Unidos en un gran paraíso fiscal global.

Este pesado contexto mundial se cierne sobre la Argentina en lo que será la verdadera prueba de fuego de su gobierno: la renegociación de la deuda con el FMI y los acreedores privados, que tendrá lugar en el mes de marzo. Finanzas globales más cerradas por efecto de la elevación de las tasas de riesgo emergente y una geopolítica más agresiva, que demanda mayores lealtades políticas como respaldo de las estrategias económicas, son un cóctel adverso para la Argentina. Preparándose para ese reto, Alberto Fernández ensayó la estrategia del «ajuste progresista» que combina medidas recaudatorias con compensaciones (de bajo costo fiscal) para los más humildes. Las primeras han sido fundamentalmente impositivas, y aunque aún no sabemos exactamente cómo será la política hacia jubilados y trabajadores asalariados por convenio, podemos sospechar que el gobierno intentará ser restringido.

Simultáneamente, Alberto Fernández lanzó 18 medidas dirigidas a los más vulnerables, con el objetivo de proteger el consumo y anticipar los efectos de la inflación en la canasta alimentaria. También entran en este paquete de compensaciones los bonos para jubilados con la mínima y titulares de AUH, mejores en los créditos ANSES y la doble indemnización para despidos sin causa, entre otras, así como haber puesto en manos de las cooperativas de las «economía popular» un plan de obras de infraestructura que crea empleo.

El «ajuste progresista» parece ser la solución apropiada a la pinza de restricciones -financieras globales y sociales domésticas- que enfrenta la Argentina. En la gestión, podemos ver algunos movimientos similares: mientras que el presidente pone algunas áreas sensibles en manos de funcionarios progresistas -Seguridad, Género, etc.- que llevan adelante aspectos vistosos de la agenda pública, formó un equipo moderado y racional para llevar adelante la delicadísima relación con Washington: Solá (canciller), Béliz (asuntos estratégicos), Arguello (embajador), Chodos (FMI), Francos (BID), sumados a asesores económicos experimentados en negociaciones internacionales, se preparan para la final. La que se juega en marzo.