Analytica

LA TURBA: OLA DE BARBARIE EN ARGENTINA

Una aberrante ola de linchamientos, que tuvo por blanco a ladrones y arrebatadores en la vía pública, se esparció por la Argentina. Con doce casos registrados a lo largo de nueve días, en promedio algo más de uno por día, Argentina se puso a la cabeza de un triste ranking regional. De acuerdo a una ONG, el país con más linchamientos públicos era Guatemala, seguido de Bolivia y México. Países ellos, sobre todo los dos primeros, en los que subsiste una cultura de la «justicia comunitaria» reñida con el estado de derecho. Aun así, el mayor registro de Guatemala, fue de 64 linchamientos (sumando casos efectivos e intentos de) en todo un año.

¿Qué pasó en estas ciudades para que personas comunes se conviertan súbitamente en turbas violentas, ajusticiadores «por mano propia» capaces de matar? En uno de los casos, el primero de la serie, la víctima del ataque en masa murió en un hospital. Era un joven de 18 años que presuntamente habría robado una cartera a una señora a plena luz del día, en la ciudad de Rosario, y perdió la vida a causa de los puntapiés que recibió en la cabeza. Nadie detuvo a la turba y el hecho fue filmado y subido a Youtube por un testigo. En otro caso, en Buenos Aires, un transeúnte salvó la vida de una víctima de linchamiento cuando estaba recibiendo, como el rosarino muerto, patadas en la cabeza. En otro, un grupo de buenos ciudadanos persiguió a dos jovenes y logró atrapar a uno de ellos, propinándole una tremenda paliza, creyendo que era uno de  los ladrones que habían robado una mensajeria el día anterior, pero resulta que se confundieron y agredieron a otro. P

Estos comportamientos de turba fueron especialmente repugnantes por lo desproporcionado. Las víctimas fueron ladrones o supuestos ladrones, no asesinos seriales, ni violadores de menores, ni genocidas. Los victimarios, en su gran mayoria, no estaban sufriendo delitos ni actuaban en legítima defensa propia. ¿Qué lleva, entonces, a personas comunes a convertirse en una turba irracional?

La gravedad del móvil no justifica la barbarie, pero puede al menos explicarla. Por ejemplo, en todas las épocas y culturas, los crímenes contra la infancia generaron reacciones de turba: hay un instinto de cuerpo en la comunidad que se preserva a sí misma, porque el asesino o violador de menores atenta contra el futuro de una determinada sociedad. Muy distinto es el caso de un arrebatador de carteras o ladrón de bicicletas.  Para colmo, los linchamientos tendrían buena imagen en amplios sectores de la sociedad, según algunas encuestas

Sin lugar a dudas, se cometen muchos delitos y la sociedad se siente insegura frente a ellos. Pero la ola turbulenta, en tanto ola, merece ser explicada, porque fueron doce los casos y no solamente uno. Algo le cabe a la comunicación. No se trata de cargar a los medios con la culpa de todos los comportamientos sociales. Los culpables no fueron ni los canales de TV ni las redes sociales, sino individuos responsables ante la ley y sus conciencias que cometieron delitos de agresión. Pero aquí hay una responsabilidad mediática que debe ser señalada. Tanto periodistas amarillistas como comunicadores ciudadanos (como aquél que filmó el primer linchamiento, en lugar de impedirlo, y luego lo subió a5 las redes) fueron complices en la creación de un clima de psicosis colectiva. Porque comunicar hechos de esta naturaleza requiere un método y una ética muy precisa.

Fue una ola de casos, y no solo uno, porque medió  un mecanismo de difusión. El primer episodio fue lamentable y espontaneo, pero los once que vinieron despues fueron imitaciones del nodo inicial. Los linchadores linchaban porque otros lincharon, y así. En términos de la teoría de la decisión, el linchamiento «entró en el menú de alternativas de la sociedad». Como solución, o como respuesta, eso no importa: la posibilidad de linchar ya se habia instalado.

Se mostró lo conmocionante, hubo mera descripción, se contó la historia equivocada, y hasta se introdujeron valores positivos en la crónica («vecinos hartos» de un lado, «delincuentes» del otro, «justicia por mano propia» entre ambos). Cuando en realidad, para comunicar un hecho de estas características, el periodista o el líder politico tienen que hacerlo a través de un mensaje decididamente moral. El propósito de relatar lo de Rosario debió ser evitar que se repita, y no otro.

Porque, como sabemos, todo esto opera en un terreno real. Desde hace años, en los barrios de las grandes ciudades vienen formándose redes vecinales «en alerta» contra el delito. Intercambian números de teléfono, vigilan esquinas y puertas, tocan timbres cuando algo se ve raro. Hay cientos de iniciativas similares. Habría que investigar cual fue el papel que jugaron estas redes en lo que sucedió por estos días.

Y este fenómeno de los «vecinos en alerta» nos devuelve a la cuestión de los ánimos agitados desde la comunicación. Hay entre nosotros un modo peculiar de contar las historias del crimen, diferente de la que se observa en la tradición anglosajona -la que inventó el periodismo policial. Allí, se centran en el individuo delincuente, el enemigo de la ley: su historia de vida, perfil psicopatológico, su identikit y apodo, caida en desgracia. Todo Hollywood es un subproducto de este género literario. Aquí, en cambio, nuestras crónicas narran una historia política, la de la «inseguridad», la gran responsable, por lo que nuestros delincuentes son un colectivo impersonal de tez morena que carece de nombre, rostro, de historia, hasta de culpas. Los vecinos en alerta y los linchadores no arremeten contra otro ser humano, 655su 9archínemesis es el fantasma construido de la inseguridad, circunstancialmente encarnado por un raterito de 18 años, lo que facilita el pasaje de la civilización a la locura.

Por Julio Burdman